jueves, 11 de noviembre de 2010

Filosofía abrumada por la realidad

Javier. Javier Hernández. Así me llamo, o me llaman, desde hace unos 60 años. Quizá 70. Probablemente, más cerca de esta fecha. Reclino el sofá y atiendo a los centelleos que la televisión, centro del salón, expande por la habitación. Son las 12 de la mañana. O puede que las 4 de la tarde. Conforme tus facultades mentales merman, tu nivel de actividad merma y tu edad se hace mayor, la pasividad provoca la pérdida de la noción del tiempo. Esto, unido a la oscuridad que provocan cuatro nubarrones, favorecen lo anterior.
Está lloviendo allá fuera. Suena mecánico, por lo que puede ser que Elvira esté fregando. La ventana, por las cortinas, no deja ver nada más allá. Y está demasiado lejos como para poder acercarse a ella y revisar el tiempo. ¿En qué momento me convertí en lo que soy? ¿Cuándo renegué del sí automático por el no sistemático? ¿Cuándo me negué a mí mismo?

Por mi nivel de cansancio, o mi deformada intuición, intuyo que puede ser jueves. Jueves. Día del baile en el centro de día.

En realidad, no sé que tiene de atractivo la respuesta negativa, el hacerse de rogar. Y hoy es de esos días, en los que con tal de que el mundo me haga un poco de caso, volveré a negarme. A negar mi realidad y mi inactividad. A rechazar la crítica. A limitarme a ver la vida pasar por lo cercano de la muerte. Yo antes no era así. Pero, ¿por qué?

-Hoy vamos al baile.
-No...

De pronto, un rayo de luz se cuela por uno de los agujeros de la persiana y da de lleno contra la retina. Lo que dura una milésima de segundo revive en mí el miedo a la muerte. Revive la juventud perdida. Miedo de mí incluso.

-Está bien, pero sólo por hoy ¿eh?

Y cuántos hoy quedarán.

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