Andas. Corres. Comes. Vives cada mañana, entras en coma cada noche. Haces ejercicio, ganas dinero en algún trabajo o lo encuentras, por un golpe de suerte, tirado en la acera. Tienes casa, piso, pertenencias de valor. Consigues, en el proceso, recuerdos, manifestados material o espiritualmente. Vínculos afectivos que llegan a destrozarte si te entregas demasiado. Vínculos a lo material. Lo importante de estos vínculos no es lo que llegan a completarte, si no el hecho de que pueden romperte en dos si te entregas demasiado a ellos y se rompen. Renuncié a preocuparme. Renegué de la unión y la vinculación. Prefiero odiar a la gente, su falsedad, su olor y su roce. Lo único importante, en realidad, es lo material. Nunca te va a preguntar a qué hora has llegado, o qué has estado haciendo. Lo emocional verdadero se reduce a lo personal, a tu percepción del mundo. Al yo.
Es tarde por la mañana. Voy calle abajo, como siempre, al trabajo. Me olvido de darle las gracias al conductor del autobús cuando la máquina corta el billete. Olvido agradecerle a esa señora que me cede su sitio su muestra de caridad. Dice que tengo un aspecto lamentable. Me pongo las gafas de sol y continúo mirando por la ventanilla. Lo justo como para observar como algo semejante a un meteorito se aproxima a la ciudad, impactando con gran estruendo. Lo siguiente que recuerdo es una distorsión constante de mi centro de gravedad. Polvo. Sangre. Vísceras. Gritos.
Despierto tumbado en una hilera de cadáveres. Irónicamente, su muerte ha salvado mi vida. Irónicamente, ahora comienzo a sentir miedo de la soledad. Y es que, a pesar de odiar, uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.
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